PICOR
Las abejas zumbaban pesadamente, dando vueltas y más vueltas por la diminuta habitación. Yo apenas podía apartarlas, mis dos brazos al aire agitándose. Varias de ellas me habían requetepicado ya y, de hacerlo una vez más, culminaría el límite de mi resistencia y me tornaría a desmayar.
Mi piel se hallaba semi enrojecida por la sangre arterial que circulaba bien aprisa, en procura de alivio y bienestar hacia las células marchitas; el protoplasma caliente irradiaba un sopor angular, que me inundaba en vahos inconscientes de dolor y martirio.
Comencé a caminar más rápido aún. Aquel cuarto de dos por cuatro no poseía ventana o cuadro alguno, por lo que la visión de aquellas paredes transparento-blanquecinas, aturdía en gran forma mi cerebro y le proyectaba imágenes caleidoscópicas de cinco por seis, bañadas en un tibio color turquesa añilado.
A pesar de que apenas podía sostenerme en pie, era imposible dejar de caminar sobre aquel círculo infernal, que en sentido contrario a las agujas del reloj, mis pies insistían en circunvalar. Súbitamente, la abeja madre se detuvo y me miró, con parte anterior comprensiva y bienhechora Era como si me estuviese pidiendo perdón por todo el revuelo que sus vasallas habían armado. Como toda contestación , le lancé un tiñguiñazo que le lastimó la espalda Entonces, su rostro enrojeció y comenzó a hincharse de una manera que temí fuera a explotar. No tanto por ella, sino por mí, porque bien dicen que las entrañas de estos animalejos alados son muy perjudiciales de inhalar....
Me gritó de todo: que siempre escoltada por veinte mil obreras,
había concurrido al traumatólogo la semana anterior y que le habían colocado un corsé para sus pseudo vértebras de insecto volador. Y que exactamente al día siguiente se lo irían a sacar.
“Ahora tendré que dejármelo una semana más, por lo que habré de finalizar mis días, sumergida en esta porquería humana, que mi amo apicultor diseñado me ha”
Bajé la cabeza y le dije que realmente lo lamentaba, a lo que, con mirada astuta inquirió:
“¿Realmente?”
Tuve que confesarle que no: que me importaba un rábano si moría con corsé o sin él, que para mí no era ella más que un animalejo inferior, de esos que ni valía la pena mirar, o con los que apenas aprovechaba mantener conversación... Entonces la contemplé estallando en cólera, mucho más profunda que la anterior...
Las abejas zumbaban pesadamente, dando vueltas y más vueltas por la diminuta habitación. Yo apenas podía apartarlas, mis dos brazos al aire agitándose. Varias de ellas me habían requetepicado ya y, de hacerlo una vez más, culminaría el límite de mi resistencia y me tornaría a desmayar.
Mi piel se hallaba semi enrojecida por la sangre arterial que circulaba bien aprisa, en procura de alivio y bienestar hacia las células marchitas; el protoplasma caliente irradiaba un sopor angular, que me inundaba en vahos inconscientes de dolor y martirio.
Comencé a caminar más rápido aún. Aquel cuarto de dos por cuatro no poseía ventana o cuadro alguno, por lo que la visión de aquellas paredes transparento-blanquecinas, aturdía en gran forma mi cerebro y le proyectaba imágenes caleidoscópicas de cinco por seis, bañadas en un tibio color turquesa añilado.
A pesar de que apenas podía sostenerme en pie, era imposible dejar de caminar sobre aquel círculo infernal, que en sentido contrario a las agujas del reloj, mis pies insistían en circunvalar. Súbitamente, la abeja madre se detuvo y me miró, con parte anterior comprensiva y bienhechora Era como si me estuviese pidiendo perdón por todo el revuelo que sus vasallas habían armado. Como toda contestación , le lancé un tiñguiñazo que le lastimó la espalda Entonces, su rostro enrojeció y comenzó a hincharse de una manera que temí fuera a explotar. No tanto por ella, sino por mí, porque bien dicen que las entrañas de estos animalejos alados son muy perjudiciales de inhalar....
Me gritó de todo: que siempre escoltada por veinte mil obreras,
había concurrido al traumatólogo la semana anterior y que le habían colocado un corsé para sus pseudo vértebras de insecto volador. Y que exactamente al día siguiente se lo irían a sacar.
“Ahora tendré que dejármelo una semana más, por lo que habré de finalizar mis días, sumergida en esta porquería humana, que mi amo apicultor diseñado me ha”
Bajé la cabeza y le dije que realmente lo lamentaba, a lo que, con mirada astuta inquirió:
“¿Realmente?”
Tuve que confesarle que no: que me importaba un rábano si moría con corsé o sin él, que para mí no era ella más que un animalejo inferior, de esos que ni valía la pena mirar, o con los que apenas aprovechaba mantener conversación... Entonces la contemplé estallando en cólera, mucho más profunda que la anterior...
Y me picó. Sentí enseguida un dolor agudo, intenso como jamás lo había experimentado con bicharraco alguno. Súbitamente, todo comenzaba a nublarse y nada distinguía ya. En determinado momento tuve la sensación de que mis pies se tambaleaban y me precipité ridículamente hacia el piso del lugar.
Mis ojos enrojecidos, aún conservaban algo de la magnifica visión que por extraño capricho genético, el primo carnal de mi bisabuelo me había obsequiado, y entonces divisé aquel maldito aguijón envenenado, que yacía insolente sobre mi congestionado sacro-lumbar.
¡Era reversible! Y mediante una extraña técnica que jamás pensara pudiese existir, aquel maligno ser me había inyectado del otro lado, con lo que el difunto no venía a ser ella, sino quien esto escribe, como final.
Mientras moría, levanté mi cuello hacia el techo y la contemplé muy animada, dirigiendo el manchado que varias obreras
disfrutaban durante el descanso, con una esferita de jalea real. Su mirada se tornó, fija, acusativa, sobre mí:
- “Y todo por mentir”, sentenció
- “Y todo por ser sincero”, fue mi alusión.
Mis ojos enrojecidos, aún conservaban algo de la magnifica visión que por extraño capricho genético, el primo carnal de mi bisabuelo me había obsequiado, y entonces divisé aquel maldito aguijón envenenado, que yacía insolente sobre mi congestionado sacro-lumbar.
¡Era reversible! Y mediante una extraña técnica que jamás pensara pudiese existir, aquel maligno ser me había inyectado del otro lado, con lo que el difunto no venía a ser ella, sino quien esto escribe, como final.
Mientras moría, levanté mi cuello hacia el techo y la contemplé muy animada, dirigiendo el manchado que varias obreras
disfrutaban durante el descanso, con una esferita de jalea real. Su mirada se tornó, fija, acusativa, sobre mí:
- “Y todo por mentir”, sentenció
- “Y todo por ser sincero”, fue mi alusión.
- FIN DE “PICOR”
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